CAPÍTULO 34. Una jaula de oro
Era un idiota, nadie tenía que decirselo. Era un idiota insensible, pero el solo hecho de imaginar que Amelie pudiera ver todos aquellos recuerdos... era como si de repente Nathan fuera transparente y ella pudiera ver a través de él. Y no podia soportarlo simplemente porque había demasiadas cosas de sí mismo que no lo enorgullecian, pero que por desgracia no podia cambiar.
Buscó a Amelie por toda la casa y se la encontró leyéndole a Sophia su cuento para dormir. Sabía que no podía hablarle en ese momento, mucho menos delante de la niña, así que se fue a su despacho, a hundirse en el trabajo que era lo único que sabía hacer cuando se frustraba.
Una hora después, cuando pasó por la habitación de su hija, comprobó que ya estaba dormida, pero en cuanto puso un pie en su propio cuarto, se apoyó en la puerta y se cubrió el rostro con las manos. Todo estaba ordenado, sus cosas estaban en su lugar y las de Meli habían desaparecido. El álbum seguía sobre la cama en la misma posición en que él lo había dejado, y Nathan solo atinó a guardarlo de nuevo en una de sus gavetas.
Se dio una ducha a ver si se le aclaraban los pensamientos y luego cruzó aquel corredor para tocar en su puerta. Nathan sabía que se había comportado como un idiota, y que no podía dejar de pedirle disculpas a Amelie.
–Meli – llamó en voz suave.
La muchacha abrió la puerta ligeramente y se lo quedó mirando como si fuera un extraño, pero no se movió ni un centímetro.
–¿Puedo pasar? –preguntó él, y por toda respuesta ella se hizo a un lado, sin mirarlo.
Nathan entró en silencio, aunque sabía que Meli estaba observándolo de reojo. Tendió la mano hacia ella y notó como todas las emociones le fluían por dentro cuando Meli la esquivo.
–Lo siento, no debí gritarte… Y debí haberte pedido disculpas desde el momento en que lo hice –dijo el finalmente–. No queria ser tan brusco contigo. Lo lamento. Perdóname –musito, algo en su voz era casi inaudible.
Nathan tiró de ella y la estrechó contra él, enterrando la cara en su cabello.
–Lo lamento –susurró–, y no te imaginas cuánto me duele haberte lastimado. No sé cómo pedirte que me perdones, creo que no lo merezco después de que te prometí que nadie iba a volver a maltratarte nunca más–siguió Nathan– Sólo quiero que sepas que lo siento. De verdad.
Meli permaneció callada, pero acabó cediendo y lo abrazó también.
–Estás disculpado –murmuró con suavidad y Nathan sintió que podía respirar de nuevo.
–¿De verdad? –preguntó sin poder creerlo.
–Tienes derecho a tener tus secretos. Todos tenemos los nuestros, y yo no debí husmear en los tuyos –respondió Meli, pero su tono era tan neutro y controlado que Nathan no sabía cómo interpretarlo.
–¿Entonces podemos olvidar esto, por favor? –le suplicó–. Solo... ven conmigo, yo mismo haré tu espacio en el closet y...
–No.–La negativa fue tan rotunda que Nathan se quedó mudo.
–¿Eh?
–Ya no quiero dormir contigo –dijo Meli en voz baja, y dio un paso atrás para alejarse de él.. Y tampoco me quiero mudar a tu habitación. Esto está yendo demasiado rápido y yo.... me siento confundida.
–Meli... –Nathan sentía la garganta apretada, porque sabia que todo el terreno que alguna vez había ganado con Amelie Wilde acababa de perderlo con tres gritos, ¡Lo siento, de verdad lo siento! ¡Fui muy estúpido, estaba enojado, y eso no es justificación para gritarte pero por favor... perdóname!
–Que te perdone no quiere decir que te vaya a permitir repetirlo.
–¡Y no lo voy a repetir, Meli! De verdad no sé cómo decirte que lo siento, pero... –Nathan se mesó los cabellos con frustración y luego le tomó las manos–. Por favor, nena, ven conmigo. Tu lugar está allá conmigo.
–Yo no tengo un lugar –murmuró Meli dejándolo mudo–. Tú de verdad no entiendes. –Su tono era tan cansado y lleno de hastío que Nathan solo pudo pensar en esa depresión de la que había hablado el doctor Benson–. Yo no tengo un lugar, nada ha cambiado. En casa de mis tíos ocupaba una habitación y en esta casa ocupo otra, pero ninguna es mía, soy... algo adicional. No
pertenezco aquí como no pertenecia allí.
Nathan no pudo evitar aquel nudo en la garganta que le llenó los ojos de lágrimas.
–Meli, no digas eso.
–Es la verdad. A la gente no le gusta escucharla, pero es la verdad. Mis tíos creían que estaba bien gritarme en su casa y tú sentiste que estabas en tu derecho de gritarme en la tuya por invadir algo tuyo, personal, y lo entiendo... De verdad lo entiendo, pero la sensación sigue siendo la misma. Sé que estás tratando de ayudarme pero en el fondo es como... como haber cambiado de dueño. Tengo un mejor amo ahora pero la correa... –se tocó la garganta mientras sus ojos se llenaban de lágrimas–, la correa sigue estando aquí.
Nathan se restregó los ojos mientras miraba al techo. Nunca, en sus más de treinta años, se había sentido tan impotente e inútil como en ese momento.
–Me lo merezco –murmuró, antes de darse media vuelta y salir de la habitación.
Sobra decir que no durmió esa noche, no podía dejar de dar vueltas en la cama, la mitad de las veces porque recordaba sus palabras y la otra mitad porque extrañaba demasiado su calor y sentía que no podía descansar sin él.
Al día siguiente la vio llegar al comedor con Sophie, con su sonrisa habitual, pero cada vez le era más fácil identificar que aquella sonrisa sobre sus labios rara vez le llegaba al corazón. Era una buena actriz, muy buena, probablemente habría tenido que aprenderlo a lo largo de los años, a fingir que estaba bien. Pero Nathan mejor que nadie sabía lo mal que eso le hacía al corazón de cualquier persona.
Siguió al auto que las llevaba a la escuela y Nathan la vio poner exactamente la misma sonrisa para sus amigos.
–¡Maldición! –gruñó desesperado antes de dirigirse hacia la empresa.
Comments
The readers' comments on the novel: La Novia Equivocada Novela de Day Torres