Cuando escuchó las palabras de Helen, a Elías se le apretó el corazón: «Así que de verdad la echaron de casa, ¿no? ¿Por eso estuvo en el extranjero por cinco años?». Aun así, él creía que Anastasia concibió a Alejandro porque su dulzura podría sanar su dolor. Alejandro era como una curación para ella, liberándola de esa terrible experiencia; en cambio, el pequeño necesitaba amor y cuidado, cosa de la que se encargaría Elías a partir de ahora. En ese momento, les sirvieron los platillos. Helen quería cenar desde que hizo el pedido, pero ahora sentía como si estuviera masticando cera: ¿quién diría que Elías la invitaría a cenar solo para averiguar sobre el pasado de Anastasia? Al final de cuentas, todo en lo que podía pensar era en Anastasia. —Elías, Anastasia es una chica dulce. Si no fuera por ese encuentro, estaría viviendo una vida feliz —dijo Helen, aun poniendo su fachada de santa frente a Elías. En cambio, él seguía en sus pensamientos. Después de escucharla, solo asintió, pues el resto de la vida de Anastasia tenía que ver con él ahora y sería él quien le daría el final feliz que se merecía. Entonces, a Helen se le ocurrió algo y, con timidez, preguntó: —Dime, Elías, ¿Anastasia ha preguntado sobre nosotros? Aun así, él la miró con tranquilidad y serenidad. —Helen, lo que ocurrió entre nosotros fue un error. Sin saberlo, te hice daño aquella noche y te lo compensaré a mi manera. —No te culpo, Elías, en serio. Quizá sufrí los últimos cinco años, pero, tras conocerte, ese sufrimiento se convirtió en experiencias dulces. Helen se esforzó por confesarle su amor. Por desgracia, él no sentía lo mismo por ella. —Es mejor que no te concentres en aquella noche. Al fin y al cabo, no hará más que herirte. —No, soy feliz siempre y cuando seas tú. —Helen sacudió la cabeza. Estaba dispuesta a experimentar esa felicidad de nuevo—. Elías, yo… Cuando quieras, estoy dispuesta a… Justo entonces, sonó el teléfono de Elías. Helen, exasperada, miró el identificador de llamadas y miró que lo estaba llamando Anastasia. Al instante, su mirada se llenó de furia ardiente: ¡cuánto quería matar a esa zorra! Juraba que solo lo llamaba en ese momento para entrometerse. Él se apresuró a tomar su teléfono y se levantó. —Permíteme atender esta llamada. —Está bien —dijo, sonriéndole y reprimiendo su ira. Con eso, él se dirigió a la sala privada de al lado y contestó con una voz gentil: —¿Hola? —Señor Palomares, me prometió que hoy vendría a jugar conmigo abajo. ¡¿Por qué no ha venido?! —sonó la voz de un pequeñito. —¿Puedes esperarme, Alejandro? Iré cuando termine de cenar. —¿De verdad? ¿Sí vendrá, señor Palomares? —Lo haré. Yo cumplo mi palabra —le prometió. Adoraba tanto al niño, incluso si no tenían relación sanguínea. —Bien, ¡lo estaré esperando! —De acuerdo, te veré pronto. —Después de colgar, revisó la hora y regresó a la sala privada. Cuando vio que Helen apenas había comido, no pudo evitar preguntarle—: Helen, ¿ya terminaste de comer? —¿Ya te vas? —preguntó, sin lograr evitar entrar en pánico: ¿tiene que irse en cuanto lo llamó Anastasia? —Sí, tengo que encargarme de algo primero. Le pediré a Daniel que te regrese a casa. —Elías… Yo… esperaba que terminaras la cena conmigo. —Aunque Helen deseaba que se quedara, ella perdió el valor y se mordió el labio con aflicción cuando él examinó, bajo la luz, su traje que tenía en mano —. ¡A-adelante, vete! Yo estaré bien. —Lo siento, Helen. Luego te invito a comer —se disculpó y le insistió antes de retirarse. Ahora que se había ido, Helen pudo hacer a un lado su fachada y poner una cara de amargura y resentimiento: de entre todas las personas, ¡tenía que ser Anastasia!, la zorra que la seguía como una pesadilla constante. Ante esto, tomó su teléfono y llamó a Daniel: —Ven a recogerme y hazme compañía.
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