Ante esto, Anastasia volvió a entrar a casa y cerró la puerta principal, dejando a Elías afuera por su cuenta. En cambio, cargó a Alejandro al sillón y lo sermoneó. El pequeño hizo un puchero y murmuró después de un largo rato: —Pero me agrada el señor Palomares. —Bueno, no debería. No lo vuelvas a llamar sin mi permiso. Él es un gran jefe y está muy ocupado, ¿entendiste, Alejandro? —Ella sabía que dejaría de acercársele con solo decirle que Elías estaba hasta arriba de trabajo. Aunque Alejandro asintió, expresando que comprendía, por dentro, de verdad le caía bien: cómo le encantaría que su mamá se casara con Elías para que él fuera su padre. Anastasia se sentía mal por su hijo, aunque lo había regañado, como si fuera su culpa, para empezar. Sabía que no debió dejar que Alejandro se encariñara de Elías, por lo que decidió que no volvería a cometer esos errores de nuevo. Era hora de que ella y Elías trazaran la línea; no debían seguir con su ambigua relación. Cuando se acostó en la cama, reflexionó sobre muchas cosas, más que nada sobre Elías, preguntándose en qué momento ese hombre llenaba cada esquina de su mente hasta el punto de no poderlo ahuyentar. Aun así, no podía dejar que esto continuara; si no podía apartarlo, se encontraría a otro hombre que lo reemplazara. Sin importar lo desesperada que estaba, no compartiría el mismo hombre que Helen. Para Anastasia, el cuerpo de Elías estaba envuelto desde hace tiempo en el hedor de Helen. Era la clase de repugnancia que la asfixiaría cuando se acercara. Esa noche, Helen se hizo la borracha y se llevó a Daniel a su habitación. Bajo su seducción, se revolcaron por la cama a pesar del fingido rechazo de Daniel. Sí, Helen hizo el acto tal como lo anunció, incluso si no fue con Elías. Mientras Daniel estaba dormido, Helen tomó unas fotos a escondidas, las cuales usaría para engañar a Anastasia, haciéndole creer que Elías estaba acostado con ella. Después de una noche de deliberación, Anastasia se despertó con tranquilidad a la mañana siguiente. No podía preocuparse después de aclarar su mente y planear el futuro. No tenía tiempo que perder en eso. Tenía que trabajar duro y ganar dinero, pues su hijo lo era todo. Aparte de Alejandro, nadie merecía su tiempo ni sus energías; su prioridad principal era ganar dinero. Después de dejar a Alejandro en la escuela, se dio cuenta de que había dejado algunos bocetos en casa; entonces, regresó para recogerlos. En el camino, la llamó Fernanda, diciéndole que viniera a una junta. Luego de colgar, por accidente, Anastasia dejó su teléfono en la parte trasera del taxi. Tras de bajarse, el chofer recogió a otro pasajero no muy lejos de allí. El joven, en cuanto abrió la puerta del coche, encontró el teléfono. A juzgar por la funda del teléfono, supuso que le pertenecía a una mujer. En el momento en que desbloqueó el teléfono, apareció la cara de un niño pequeño, cosa que le derritió el corazón un poco. Con eso, llamó a la última persona con la que contactó el dueño del dispositivo. Mientras tanto, Fernanda estaba escuchando a su subordinado hablar en la junta cuando sonó su teléfono, al que le echó un vistazo y miró a Anastasia, sorprendida. —¿Me estás llamando a mi número? —¡No! —negó con la cabeza. —Pero me apareces tú en el identificador. —¡Oh, no! ¡Debí dejarlo en el taxi! Acepta la llamada. —Anastasia se percató al instante de lo que pasaba. —¿Hola? —contestó el teléfono. —Hola, ¿es amiga de la dueña del teléfono? Lo dejó en el taxi. —Soy su jefa; está a mi lado. Se la paso. De prisa, Anastasia lo tomó y salió de la sala de juntas. —Hola, soy la dueña del teléfono que encontró. —Hola, señorita. Estoy haciendo unos mandados, ¿por qué no me da su domicilio y le llevo su teléfono más tarde? —sonó la voz clara y melodiosa de un joven. —Gracias, pero creo que debería ir y recogerlo con usted.
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