—¡Sí, yo voy contigo a donde sea, mami! —dijo el niñito con una sonrisa, con unos ojos tan grandes como ónices brillantes que se curvaban como lunas crecientes. Anastasia no pudo evitar deleitarse con lo precioso que era su hijo; cada vez que le miraba la carita, sentía un disparo de tranquilidad y gratitud, aunque en constante asombro por la manera en que logró dar a luz a cierto adorable pequeñuelo. —De acuerdo, entonces será mejor que empaquemos nuestras cosas ahora. Mañana nos iremos al aeropuerto por la tarde. —¡Sí! —dijo el niñito, asintiendo con la cabeza, y se dirigió a su habitación para empacar sus cosas para el viaje. Anastasia suspiró. Ella estuvo viviendo en el extranjero desde que su padre la echó de la casa hace cinco años, así que no era como si no quisiera volver a casa, sino que no tenía un lugar allí. Ni siquiera le contó a su padre que había tenido un hijo en el extranjero y, ahora que iba a volver a su país de origen por su trabajo y su carrera, había decidido ver al hombre; al fin y al cabo, era su padre. Tres días después, a la hora del anochecer en el aeropuerto nacional, Anastasia llevaba consigo el carrito de equipaje. Su hijo estaba sentado encima de la maleta en la cima del carrito y miraba alrededor maravillado; todo lo que se tratara sobre el país de origen de Anastasia le llamaba la atención, teniendo un destello curioso en sus brillantes ojos. Anastasia apenas había salido de la terminal de llegadas cuando dos hombres trajeados se le acercaron y la saludaron con cortesía: —Señorita Torres, nos envió la señora Palomares, quien le preparó un vehículo para usted que la está esperando justo afuera de la entrada. Si pudiera, por favor… —Aprecio el amable gesto de los Palomares —dijo de manera educada mientras les guiñaba—, pero no necesito que me lleven, gracias. —La señora de verdad quiere verla, señorita Torres —explicó con respeto el hombre de mediana edad. Anastasia sabía que la señora Palomares no tenía malas intenciones, pero no planeaba aceptarle el bondadoso favor. —Por favor, dígale a la señora Palomares que salvar a otros era el deber de mi madre y que no hay razón para que me compense el acto, al menos no a mí. Con esto, dejó allí a los dos hombres, empujando el carrito hacia la salida. Uno de ellos sacó el teléfono e informó con diligencia: —Joven Elías, la señorita Torres rechazó nuestra oferta de recogerla. En ese instante, había tres relucientes Rolls-Royce negros, con vidrios polarizados que no permitían que nadie pudiera asomarse, estacionados a la entrada del aeropuerto. Había un hombre sentado en el asiento trasero del Rolls-Royce, en medio de los vehículos, que hizo su teléfono a un lado y mantuvo la mirada fija en las puertas del aeropuerto, en donde vio a una mujer joven caminar entre ellas y empujando un carrito. La mujer llevaba puesta una blusa blanca y pantalones de mezclilla sencillos, con el cabello recogido a la altura de la nuca, revelando su delicado y bello rostro. Su piel era de color alabastro y su comportamiento algo tranquilo mientras maniobraba con el carrito. Sin duda, tenía una presencia deslumbrante entre la multitud. Justo entonces, con la mirada, Elías notó algo o, más bien, a alguien: el niñito que saltó del carrito de la mujer, quien parecía de entre unos cuatro o cinco años de edad. Llevaba puesto un abrigo gris con pantalones deportivos; su suave y grueso cabello caía sobre su frente. Aunque era joven, tenía rasgos faciales que parecían esculpidos de manera fina, cosa que lo hacía ver más adorable. En ese instante, Anastasia se agachó y ayudó al pequeño a alisar su ropa; era inconfundible la mirada gentil y complaciente en los ojos de ella. «¿Quién es ese niño? ¿Anastasia está casada? Si es así, no tendré que casarme para cumplir los deseos de mi abuela», pensó Eliot, mientras miraba cómo se alejaba el taxi en el que se subieron Anastasia y su supuesto hijo. Poco después, se fue en su vehículo él también. Apenas habían recorrido poca distancia cuando sonó el teléfono, así que él miró el identificador de llamadas y saludó: —Hola, Helen. —Elías, ¿cuándo vendrás a verme? Te he echado de menos —sonó la voz tímida de Helen al otro lado de la línea. —He estado algo ocupado, pero iré a verte en cuanto tenga tiempo —contestó, el tono bajo de su voz con prominencia. —¿Me lo prometes? —le preguntó de manera coqueta. —Sí —respondió con paciencia forzada. Mientras tanto, en la residencia Palomares, una mujer canosa estaba sentada en el sofá tomando té mientras oía lo que descubrieron sus subordinados. Conmocionada, levantó la vista y preguntó: —¿Qué? ¿Anastasia tiene un hijo? ¿Está casada? —Según nuestra investigación, el padre del hijo nunca se presentó, así que suponemos que lo tuvo fuera de matrimonio. —Oh, pobre muchacha, haberse convertido en una madre soltera a tan temprana edad… —suspiró Eva Palomares, mejor conocida como la señora Palomares. La invadió la culpa al pensar la valiente oficial de policía que había muerto al recibir dieciocho puñaladas letales del rufián que había amenazado con herir a Elías todos esos años. Apenas se estaba lamentando por eso cuando una figura elegante e imponente entró a la sala de estar; era Elías, quien acababa de volver del aeropuerto. —Ven aquí, Elías —dijo Eva, haciéndole señas a su nieto para que se acercara, por lo que se sentó a su lado. —Abuela, Anastasia siguió rechazando tu oferta, así que tal vez yo… —comenzó a decir. —Acabo de enterarme de que la pobre señorita Torres es una madre soltera con un hijo sin estar casada. Debes cuidar a la pobre madre y a su hijo, Elías; es tu deber. Él se quedó boquiabierto frente a ella, sorprendido por su propuesta. Había pensado que olvidaría el asunto, pero resultó que ella estaba más determinada de que sucediera. —Abuela, no tengo que casarme con ella. Podemos buscar otra forma de compensar las buenas acciones de su madre y compensárselo —replicó con tranquilidad, esperando que la abuela entrara en razón; sin embargo, ella le lanzó una fría mirada al oír esto. —No, con eso no basta —le dijo—. Tienes que casarte con Anastasia y protegerla por el resto de su vida. Elías frunció el ceño, ya que no pensaba que saldría algo bueno de un matrimonio sin amor. Sin embargo, no podía rechazar la sugerencia de su abuela, pues estaba decidida en compensarle el sacrificio que hizo la madre de Anastasia hace varios años. —No te imaginas cuántas apuñaladas le dieron a la oficial Amelia Chávez con tal de protegerte. La cantidad de sangre… Lo espantoso que fue ese crimen… —Al decir esto, Eva tenía los ojos tristes. Luego, alzó la vista y le lanzó una mirada dura a su nieto, señalando—: Cuidar de su hija es lo menos que puedes hacer. Jamás podrás compensar el acto abnegado de la oficial, incluso si cuidaras a Anastasia por la eternidad. —Está bien —dijo Elías, asintiendo con la cabeza en silencio—. Entonces, la tomaré como esposa. —Sin embargo, había otra mujer a la que no podía dejar ir, a la cual tenía que compensarle algo también. Con eso, no tenía planes de contárselo a Eva aún, pero sabía que, incluso si se lo decía, no la disuadiría de obligarlo a casarse con Anastasia. Aun así, añadió—: Anastasia tiene un hijo. Esto le salió mal porque a Eva se vio encantada al oír la noticia. —¡Así es! Es un niño de entre tres a cuatro años. No puedo creer que un sinvergüenza lo dejara así. Escúchame, Elías, que no se te ocurra menospreciar a ese niño, ¿entendiste? Él no se lo podía creer; se quedó mirando a la abuela, perplejo, mientras pensaba: «¿Acaso esto es una oferta de al dos por uno?». El Estudio de Joyería Burgués era un establecimiento antiguo y bien conocido; había sido adquirido por el superior de Anastasia. Para hacer crecer la marca, y al ser la diseñadora en jefe de Joyería QR Internacional, a Anastasia la transfirieron de vuelta a su tierra natal para trabajar en diversificar Burgués. Gracias a los preparativos hechos por Burgués, alojaron a Anastasia en un departamento, el cual decoró y acomodó mientras su hijo dormía y en tan solo dos horas, el lugar estaba cómo para el dúo de madre e hijo. Ella estaba exhausta, pero no tenía ganas de acostarse por hoy mientras observaba el adorable perfil de su hijo dormido. Lo que pasó en esta ciudad hace cinco años aún la atormentaba y le revolvía el estómago: la traición de su amiga, la maldad de su hermanastra y el ultimátum de su padre, que resultaron en su exilio, eran como cortadas profundas que tardarían en cicatrizar. Era un milagro que hubiera sobrevivido los últimos cinco años. Tuvo que hallar el balance entre criar a su hijo como una madre soltera y tomar cursos de diseño; al final de los recientes años, poco a poco fue promovida y se convirtió en diseñadora jefe. Se había esforzado más que nadie y el cielo le concedió el golpe de suerte que necesitaba para llegar a donde estaba hoy. Por ahora, tenía sus ahorros, su hijo y un trabajo que le daba libertad. Tomó el teléfono y se quedó mirando el número de su padre. Hubo varias ocasiones en las que pensó en llamarlo, pero algo la hacía dudar: «Han pasado cinco años, me pregunto si sigue molesto conmigo —pensó y, luego, suspiró—. Olvídalo».
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