Capítulo 5
Tras conducir toda la noche, Esmeralda había planeado desafiar al sueño y sumergirse en la revisión de algunos expedientes médicos, pero el cansancio pesaba en sus párpados como una cortina de plomo.
Yeray, con el ceño fruncido por una preocupación sincera, la guio con suavidad hacia una habitación y cerró la puerta tras ella, asegurándose de que descansara.
Tras cerciorarse de que todo estuviera en orden, Yeray giró sobre sus talones y se topó con un pequeño grupo de compañeros que se acercaban, sus rostros cargados de curiosidad.
-Hermano Yeray, ¿qué pasa con la hermana Esmeralda?
-No me digas que alguien le hizo algo.
-¿Qué tal si fue una pelea con su esposo?
Yeray alzó las manos y los apartó con un gesto firme pero amable.
-No sean tan preguntones. Si Siete quiere compartir algo, ya nos lo dirá. Por ahora, lo importante es que descanse tranquila.
-Hermano Yeray, la familia Santana no deja de insistir. Dicen que tenemos que ir hoy sin falta.
Yeray dejó escapar un resoplido breve, casi un bufido de hastío.
-Sé bien cómo está Montserrat Jáuregui. No va a desplomarse de un momento a otro. Lo primero es que Siete se recupere.
Esmeralda durmió hasta que el sol alcanzó su cenit, y fue el rugido de su estómago vacío lo que la arrancó del sueño.
Al abrir los ojos, un instinto antiguo la impulsó a incorporarse de golpe, lista para correr a preparar el almuerzo de su hijo. Pero al recorrer con la mirada las paredes familiares de la habitación trasera del monasterio, una risa suave, casi melancólica, escapó de sus labios.
“Tengo que soltar el pasado de una vez por todas“, se dijo, dejando que las palabras resonaran en su mente como un eco persistente.
Apenas conectó su celular al cargador, una cascada de notificaciones inundó la pantalla: llamadas perdidas y mensajes que parecían gritarle desde el cristal.
[Valentín: ¡¿Dónde carajos estás?! ¡Pablo está en el hospital! ¿No te importa?]
[Valentín: Esmeralda, ¿esto es lo que llamas cuidar a nuestro hijo?]
[Valentín: Basta de caprichos, regresa ahora mismo.]
Debajo de los textos, una foto: Pablo, pálido y pequeño, tendido en una cama de hospital, con cables y sábanas blancas rodeándolo. Esmeralda apenas parpadeó; ya lo sabía, así que no
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había lugar para la sorpresa.
[Jazmín: Esme, Valentín me dijo que no llegaste anoche. ¿Cómo se te ocurre, siendo mujer, pasar la noche fuera?]
[Jazmín: Si estás molesta conmigo, te pido perdón. No debí insistir en que me acompañaran a mi cumpleaños.]
[Jazmín: Pero por más enojo que tengas, no puedes descuidar a Pablo. Es tu hijo, tu sangre.]
Jazmín también envió un video. En él, la mujer le daba sopa a Pablo con una ternura estudiada. El niño, entre sorbos, mascullaba: “Jaz es mejor, mamá no sirve. Papá, quiero que Jaz sea mi mamá“.
Esmeralda detuvo el video con un movimiento brusco. Su rostro permaneció sereno, pero en sus ojos brilló un destello gélido, como el reflejo de un lago congelado bajo la luna.
Al salir de la habitación, su calma era tan absoluta que parecía esculpida en mármol.
Se sentó a revisar el expediente de Úrsula Santana con una precisión quirúrgica. La anciana, de más de setenta años, yacía atrapada en su propio cuerpo: la sangre débil, los músculos rendidos, los meridianos obstruidos por la humedad y el tiempo. Meses enteros postrada, consumida por una fragilidad que ningún lujo podía remediar.
Con el poderío de los Santana, capaces de comprar a cualquier médico del mundo, era evidente su desesperación. Si ni así habían logrado levantar a la matriarca, no era de extrañar que clamasen por el maestro… o por ella.
-Siete, ¿qué tan segura estás de poder con este caso?
-¿Quieres la mentira o la verdad?
Yeray esbozó una mueca de súplica.
-Arranca con la mentira, por favor.
-Cien por ciento.
-¿Y la verdad?
-Digamos que un cincuenta.
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