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La Falsa Muerte de la Esposa novel Chapter 7

Capítulo 7

La familia Santana era un enjambre de intrigas y linajes entrelazados, un mosaico de poder y temperamentos dispares. En su cúspide, Federico y la señora Santana reinaban con mano firme; él, un hombre de semblante adusto, y ella, una figura serena que equilibraba la balanza. Tenían dos hijos: Isaac, el heredero esquivo, un joven de carácter reservado que huía de las miradas y las conversaciones, y Lucrecia, la menor, cuya juventud se desplegaba en caprichos y arranques impredecibles. Esmeralda, con su intuición afilada, no tardó en reconocer en aquella joven de gestos bruscos a la célebre hija de la casa.

-¡Lucrecia, basta de insolencias! -La señora Santana alzó la voz con un dejo de autoridad que cortó el aire, antes de dar un paso al frente-. ¿Son ustedes del Monasterio Legado de Hipócrates?

-Sí, señora -respondió Esmeralda con calma, sosteniendo la mirada de su interlocutora.

La mujer frunció el ceño, intrigada.

-¿Pero no se supone que el Dr. Jáuregui es un venerable anciano?

Yeray, visiblemente incómodo, carraspeó antes de intervenir.

-Para ser sinceros, el Dr. Jáuregui no pudo venir. Somos sus discípulos

-¡Esto es intolerable! -La voz de Federico retumbó como un trueno, su rostro crispado por la indignación. ¿Creen que pueden resolver esto enviando a dos aprendices? ¡El Legado de Hipócrates parece estar mendigando su propia ruina!

-Señor Santana, por favor, no se exalte -respondió Yeray con premura, alzando las manos en un gesto conciliador-. Nuestro maestro tuvo un imprevisto, pero le aseguro que mi compañera ha sido instruida directamente por él. Ella puede atender a la señora.

-¿Una muchacha como ella, curando? -Federico arqueó una ceja, su tono cargado de escepticismo.

Esmeralda dejó escapar una sonrisa tenue, casi burlona. No los culpaba por dudar; ante ojos incrédulos, la idea de que una joven como ella pudiera sanar a Úrsula parecía una quimera.

El patriarca, con los dientes apretados, continuó su diatriba.

-Si el Legado no quería tomarse esto en serio, bastaba con decirlo. Enviar aprendices para burlarse de nosotros es una afrenta directa.

-¡Guardias, expúlsenlos de inmediato! -ordenó, su voz resonando con furia contenida.

Esmeralda frunció el ceño. Si aquella escena trascendía, la reputación del Legado de Hipócrates quedaría hecha jirones. Con paso firme y voz resuelta, se adelantó.

-Señor Santana, ya que hemos llegado hasta aquí, ¿no podría darnos al menos la oportunidad de ver a Úrsula?

-Sí, por favor -añadió Yeray, apoyándola-. Permítanos examinarla.

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Federico mantuvo su expresión gélida, pero la señora Santana, con un brillo de curiosidad en los ojos, observó a Esmeralda con un atisbo de admiración.

-Tienes temple, muchacha. Está bien, ya que insistes, ve y examínala.

-¡Mamá, por favor! ¿Qué va a saber esta? -Lucrecia torció el gesto, cruzándose de brazos con desprecio.

La señora Santana la silenció con una mirada cortante antes de guiar a Esmeralda hacia una habitación apartada. Allí, entre el aroma tenue de hierbas y el leve crujir de las sábanas, unas criadas velaban por Úrsula, postrada en un lecho de madera tallada.

-Mamásusurró la señora Santana, inclinándose con ternura-. Ya llegó el doctor que te prometí.

Esmeralda se acercó con paso quedo. La anciana entreabrió los ojos, su mirada nublada por el tiempo y la enfermedad, y la observó con confusión antes de balbucear:

-¿Qué? ¿Ya llegó mi nuera?

Esmeralda contuvo una risita.

Vaya, parece que la abuela también anda perdida en sus oídos, pensó, mientras un dejo de humor suavizaba su tensión.

Con una sonrisa amable, la señora Santana aclaró:

-Siempre está hablando de su nuera. No le hagas caso, se confundió.

Esmeralda asintió sin darle mayor peso. Había escuchado rumores: el hijo mayor, el esquivo Isaac Santana, rondaba ya los treinta sin dar señales de boda, un tema que debía de inquietar a los ancianos de la familia.

Tras tomar el pulso de Úrsula con dedos precisos, Esmeralda se sumió en un silencio reflexivo, dejando que las palpitaciones contaran su historia. Yeray, inquieto, se acercó y murmuró:

-¿Qué opinas? ¿Crees que puedas?

Ella no respondió de inmediato. La condición de la anciana era un nudo de enigmas, un desafío que ni siquiera su maestro podría desatar con certeza absoluta.

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