Capítulo 91
Eugenia se quedó petrificada, con los ojos abiertos de par en par, como si el mundo se hubiera detenido ante ella.
-¡Esto… esto…!
Jazmín, al percatarse de la escena, recompuso su postura con la rapidez de un felino que oculta sus garras.
-¿Por qué gritas así de repente? Me hiciste brincar del susto–reclamó, su voz teñida de un fastidio que apenas disimulaba su turbación.
Eugenia, con el desconcierto pintado en el rostro, abrió aún más los ojos. ¿Cómo podía culparla a ella después de lo que había hecho?
Sin ceder terreno, se plantó firme en el umbral y respondió:
-Señorita Varela, está clarísimo que la vajilla se le cayó porque no la sostuvo bien. Eso no tiene nada que ver conmigo.
-¿Cómo que no tiene que ver? Si no hubieras abierto la boca y me hubieras asustado, no se me habría resbalado de las manos.
-¡No puedes echarme la culpa así! Esto… esto…
Eugenia, atrapada entre la indignación y la impotencia, dio un par de pisotones en el suelo, hasta que un recuerdo la atravesó como un relámpago.
-No es verdad, señorita Varela. ¿Qué está haciendo aquí? El señor Espinosa fue muy claro: nadie puede entrar en la habitación principal.
Jazmín cruzó los brazos con una calma que destilaba arrogancia.
-Nadie puede entrar, pero eso no me incluye a mí. ¿Acaso el señor Espinosa no te dijo quién soy?
Eugenia titubeó, frunciendo el ceño.
-¿No es usted… la secretaria del señor Espinosa?
Jazmín se quedó rígida, sus ojos clavados en Eugenia con una mezcla de incredulidad y desprecio. ¡Esta sirvienta ignorante! ¿Cómo era posible que, después de tanto tiempo en la casa, no supiera a quién tenía enfrente?
-Para que te enteres: de ahora en adelante, yo seré la dueña de esta casa. Así que tengo todo el derecho de hacer lo que me plazca con lo que hay aquí. Una simple sirvienta como tú no tiene por qué meterse.
Eugenia se quedó sin palabras, atrapada en un torbellino de asombro.
“¿La futura dueña? ¿De verdad el presidente Espinosa va a dejar a su esposa por esta mujer?“,
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pensó, mientras una punzada de tristeza la envolvía. Qué cruel destino el de algunas mujeres: dedicar la vida entera a una familia para terminar reemplazadas sin más.
-Señorita Varela, no es tan sencillo. Si el señor Espinosa me dio la responsabilidad de cuidar esta casa, tengo que asegurarme de que todo esté en orden. Él no permite que extraños entren aquí…
-¡Paf!
La palabra “extraños” fue como un aguijón que perforó el orgullo de Jazmín. Sin pensarlo, su mano voló y una bofetada resonó en la habitación, dejando un eco ardiente en su palma.
Eugenia, atónita, se llevó la mano a la mejilla, mirando a Jazmín con una mezcla de sorpresa y miedo, incapaz de articular palabra.
Tras un instante de silencio cargado de tensión, Jazmín se acercó con pasos deliberados, masajeándose los dedos aún temblorosos.
-Si no quieres que el tratamiento de tu esposo en el hospital se detenga de golpe, te conviene mantener la boca cerrada. Si Valentín o su madre se enteran de esto, vas a desear no haberme
conocido.
El rostro de Eugenia palideció al instante, y un temblor incontrolable recorrió su cuerpo. Nunca había hablado de su vida personal con nadie. ¿Cómo lo sabía esta mujer? ¿La había investigado? Un escalofrío le recorrió la espalda al darse cuenta de con quién estaba tratando. -¿Me entendiste?
-Sí… sí, lo entendí -musitó, con la voz apenas audible.
Jazmín soltó un resoplido burlón, sus ojos bajaron hacia los fragmentos esparcidos en el suelo. -¿Qué esperas ahí parada? ¡Recoge eso ahora mismo!
-Sí, claro.
Con la mejilla aún palpitándole de dolor, Eugenia inclinó la cabeza y, en silencio, comenzó a juntar los pedazos rotos con manos temblorosas.
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