CAPÍTULO 31. ¿Sí recuerdas lo que te dije? ¿Que si entrabas ya no te dejaría ir? Meli se sentía completamente impotente y odiaba eso, odiaba no ser capaz de controlar ese dolor profundo que la asaltaba, y lo peor era tener que aceptar que la gente se iba. Ni siquiera había conocido a su padre, pero recordaba el dolor terrible que era perder a su madre. Y ahora sabía que si perdía a Nathan podía llegar a sentir ese mismo dolor.
Sophi por suerte no sospechaba nada, pero apenas se abrió aquella puerta y Meli salió corriendo hacia la entrada principal, la niña corrió tras ella. Meli sintió que el alma volvía a su cuerpo cuando vio a Nathan entrar por sus propios pies a la casa, pero sintió que sus propias rodillas se aflojaban. Se apoyó en un mueble mientras Sophia abrazaba a su papá, y el abuelo se acercó a ella, rodeando sus hombros con un brazo lleno de consuelo.
– Él está bien, solo un poquito magullado, pero está bien – aseguró el abuelo y Meli asintió con los ojos llenos de lágrimas.
Nathan la miró por encima del hombro de su hija y se le revolvieron los dragones en el estómago. Era demasiado evidente que a Amelie le importaba en serio a pesar de todos aquellos “peros” que había puesto al inicio.
Se acercó a ella y apoyó la frente en la suya con un gesto cansado. Le dio un beso suave en la mejilla para tranquilizarla y luego todos se reunieron en el salón, junto a Sophia, intentando disimular el hecho para no asustarla.
Un par de horas después Amelie metía a la nena en la cama y esperaba a que se durmiera antes de irse a su habitación. Se sentó en el borde de la cama y apoyo las manos en las rodillas intentando contener un sollozo que finalmente se escapó de su boca. No podía imaginar lo que era perder de nuevo a alguien que quería, y se daba cuenta de que Nathan realmente era alguien que quería, porque solo la idea de perderlo era demasiado dolorosa.
Ni siquiera escuchó que la puerta se abría, solo los brazos fuertes de Nathan a su alrededor.
-Shshshsshs ¿qué pasa, nena? ¿Qué pasa? Calma… – murmuró él un poco asustado y ella enterró la cara en su pecho y dejó salir todas las lágrimas que había reprimido.
-Lo siento, ¡lo siento! -exclamó ella entre sollozos— No quería ser tan cobarde, pero no pude evitarlo. Es solo que… -¿Qué? —preguntó Nathan mientras le acariciaba el cabello.
– No puedo perderte -susurró ella y él la estrechó más contra su pecho. Nathan casi apretó los dientes para no gritar de alegría y la abrazó con más fuerza si era posible. Levantó su barbilla con un dedo y la miró a los ojos, llenos de un brillo especial.
– No vas a perderme, yo no voy a permitirlo – dijo él firmemente y Amelie le echó los brazos alrededor del cuello, perdiéndose en los latidos tranquilos de su corazón. Así permanecieron hasta que por fin Nathan se separó y acarició su rostro-. Descansa. Todo está bien.
Pero en cuanto Nathan King salió de aquella habitación, fue como si de nuevo le hubieran quitado a Meli el aire con qué respirar. De repente era una sensación insoportable la de estar sin él.
Se levantó y salió al corredor. Llegó a su puerta. Retrocedió. Volvió sobre sus pasos. Dudó. Pero finalmente acabó tocando a la puerta.
Nathan se quedó petrificado al verla allí. Ni siquiera había abierto la boca y ya estaba sonrojada y mirando al suelo. Era tan impropio de ella que él solo pudo sentir ternura
– ¿Qué pasa, nena? Ella se retorció una esquina del vestido con nerviosismo mientras esquivaba su mirada.
– Bueno… es que estás sucio… -murmuró.
– En muchos sentidos, sí lo estoy -sonrió él.
-Y… este… estaba pensando que a lo mejor necesitabas ayuda para… para… – Bañarme — terminó Nathan-. Sí… pero la verdad es que no estoy tan mal.
Meli abrió la boca con un gesto de sorpresa.
– Pero tú dijiste que si quería… -Sé muy bien lo que dije – replicó Nathan-. Que si querías conocer el interior de mi habitación debías cruzar esa puerta tú misma, pero no permitiré que uses una excusa para hacerlo.
– ¿Dis-cul-pa? ¿Excusa? – Meli pasó por debajo de su brazo y se metió en su cuarto-. A ver si puedes sacarme ahora, Señor Accidentado – lo retó y Nathan cerró la puerta con suavidad, apoyándose en ella. – ¿Sí recuerdas el resto de lo que te dije, Meli? ¿Que si entrabas ya no te dejaría ir? A Meli le temblaron los labios por un segundo y asintió.
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