Capítulo 180
¿Qué está diciendo?
¡Este hombre es tan despreciable!
-¿Presidente Alberto, qué diablos pretende hacer?
Alberto miró sus pequeñas manos escondidas tras su espalda. -Muéstramelo.
Raquel, furiosa, le arrojó la ropa a esa maldita cara tan atractiva. -¡No!
Alberto no hizo ningún intento por esquivarla; la prenda cayó sobre su rostro y luego al suelo, sobre la alfombra. Él levantó su pequeña cara, blanca como el jade, con una mano. -¿Puedes ponértelo para Ramón, pero no para mí?
Ella, con su rostro pequeño entre sus manos, se vio obligada a levantar la vista hacia él. No entendía lo que él estaba diciendo.
No se lo había mostrado a Ramón.
Ni siquiera se lo había puesto.
Ni siquiera sabía por qué el servicio de habitaciones le había dejado esa ropa.
-Presidente Alberto, si realmente quieres verlo, ¡ve a buscar a Ana!
Le dijo que fuera a buscar a Ana.
Alberto esbozó una sonrisa sarcástica. -Ana es pura y limpia, no se pondría algo así. ¿No es esa ropa más bien para una mujer como tú?
¿Una mujer como ella?
¿Qué clase de mujer pensaba que era?
Alberto la miraba a los ojos, tan hermosos, tan claros como el jade. Su pulgar presionaba sus labios rojos, acariciándolos y presionándolos con fuerza. Su mirada se volvía burlona. -¿Qué estás mirando así, Raquel? ¿Acaso antes de casarte conmigo ya te acostabas con otros hombres? Después de casarte, ¿con quién más lo has hecho? ¿Con Ramón, y con quién más?
Raquel tembló ligeramente. Así que él pensaba eso de ella.
¿Una mujer como ella, una mujer que cualquier hombre podría tener?
No quería que Ana se pusiera esa ropa, por eso quería que ella se la pusiera para él.
Qué bajo la consideraba.
Capitulo 180
Raquel se mordió el labio en una mueca amarga y empujó a Alberto para irse.
Pero él la sujetó con fuerza y la atrajo hacia su pecho, inclinándose para besar sus labios rojos.
¡No!
Raquel luchó con todas sus fuerzas.
Su cuerpo delgado no podía controlarse, se retorcía como una serpiente pequeña en su pecho firme. Alberto sentía su sangre hervir, su respiración se volvió irregular. Con un empujón, la lanzó contra la pared. -Lo mismo que hiciste para Ramón, ahora hazlo para mí.
Raquel intentó empujarlo. -Alberto, ¿no temes que Ana se entere de esto?
Alberto soltó una risa fría. —Ana es tan generosa, sabe que la amo y la respeto. Y tú, solo estás aquí para calmar mis deseos fisiológicos.
La amaba y la respetaba.
Y ella solo era su herramienta para satisfacer sus deseos.
Raquel sintió como sus ojos se enrojecían de dolor, y sus dedos temblorosos se apretaban con fuerza. —¡Alberto! ¿Crees que porque me buscas yo voy a responderte? ¿Te importa con qué hombre he estado? Lo único que tienes que saber es que no me acostaré contigo. Si tienes deseos animales y no te atreves a buscar a Ana, ve a buscar a otra mujer para desahogarte. ¡Yo no te voy a servir!
Las palabras cayeron en el aire como un peso muerto. El ambiente se volvió sombrío y pesado.
Alberto, con una mirada oscura, como si fuera a devorarla, respiraba pesadamente, su pecho subiendo y bajando.
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