Capítulo 15
Esmeralda trastabilló al cruzar un pie con el otro, un leve tambaleo que delató su sorpresa.
El mayordomo, a su lado, dejó escapar una risita tímida, casi avergonzada, y se inclinó hacia ella para susurrar:
-No se preocupe, doctora Jáuregui, la señora a veces se pierde un poco en sus recuerdos. No lo tome a mal.
-No hay problema -respondió Esmeralda con una sonrisa suave, sacudiendo la cabeza.
¿Cómo podría molestarse con alguien cuya mente danzaba entre sombras del pasado?
Al verla entrar, los ojos de la anciana se iluminaron con un brillo cálido, como si un rayo de sol
hubiera atravesado una tormenta.
-¡Mi nuera por fin llegó! – exclamó, su voz temblorosa cargada de alegría.
Esmeralda se acercó con pasos cuidadosos.
-Señora, ¿cómo se siente hoy?
-¡Bien, muy bien! -respondió la anciana, agitando una mano con entusiasmo-. Verte, mi querida nuera, me llena de vida.
Sin previo aviso, tomó la mano de Esmeralda entre las suyas, arrugadas pero firmes, y la sostuvo con una sonrisa que no admitía réplica.
-¿Por qué sigues con eso de “señora“? Ya te dije que me llames abuela.
Esmeralda titubeó, atrapada entre la ternura y la incomodidad.
-Está bien… abuela.
-¡Así me gusta! -dijo la anciana, asintiendo con satisfacción-. No te equivoques otra vez, ¿eh, querida?
Esmeralda sintió un nudo en el pecho, un calor extraño que no sabía cómo desatar. Mientras buscaba en su mente una forma de cambiar el rumbo de la charla, algo frío rozó su dedo. Bajó la vista y descubrió, con asombro, que la anciana había deslizado un anillo de zafiro en su dedo medio, una joya que centelleaba con discreta elegancia.
-Abuela, esto… -balbuceó, desconcertada.
-Una muchacha joven no puede andar con las manos desnudas -interrumpió la anciana, con un tono que mezclaba autoridad y cariño-. Me gusta que las chicas luzcan bonitas. Así que póntelo, es tuyo.
El mayordomo, desde un rincón, le lanzó una mirada suplicante, un gesto silencioso para que no contradijera a la anciana. Resignada, Esmeralda asintió y dejó el anillo en su lugar, diciéndose que ya lo devolvería después. Recordó el día en que abandonó la casa de los
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Espinosa: al quitarse el anillo de bodas, sus manos habían quedado vacías, como un lienzo en blanco.
-Gracias, abuela -murmuró, con una sonrisa forzada.
-¡No hay de qué! -respondió la anciana, radiante-. Ese tonto de Isaac no tiene luces para estas cosas. Si quieres algo, me lo pides a mí, ¿entendido? Yo te lo consigo.
Un destello de calidez atravesó el corazón de Esmeralda, inesperado y dulce. Aunque sabía que eran palabras tejidas por la confusión, no pudo evitar que la conmovieran. Tragó saliva para disolver el nudo en su garganta y comenzó a masajear con suavidad los puntos de acupuntura de la anciana. Apenas pasaron unos minutos antes de que los párpados de la mujer se cerraran, y su respiración se tornara un susurro apacible, sumida en un sueño sereno.
Esmeralda salió de la habitación con pasos sigilosos, cerrando la puerta tras de sí.
-Señorita Jáuregui la interceptó el mayordomo, con voz respetuosa, mi señor desea verla.
-¿Quién? -preguntó ella, deteniéndose en seco.
La imagen de un hombre en silla de ruedas irrumpiendo en la biblioteca cruzó su mente como un relámpago. Su instinto le susurró que no sería un encuentro sencillo.
-Por aquí, por favor -insistió el mayordomo, sin darle espacio para objetar, guiándola hacia la
biblioteca.
Sin más remedio, Esmeralda lo siguió. La habitación la recibió con su penumbra habitual, un velo de oscuridad que parecía guardar secretos en cada rincón, como si un alma antigua habitara entre los estantes. El mayordomo se retiró tras cerrar la puerta, dejándola sola en
aquel silencio opresivo.
Esta vez, el nerviosismo le trepó por la espalda con más fuerza que en su primera visita. Algo en el aire le advertía que no habría palabras amables. Dio un paso adelante, dispuesta a hablar, cuando el hombre que leía alzó la vista. Sus ojos, afilados y fríos, la atravesaron como una ráfaga invernal.
-Nos volvemos a ver, señora Espinosa –dijo él, con una voz que destilaba calma y amenaza a partes iguales.
Esmeralda se congeló. Su rostro traicionó un leve parpadeo de sorpresa, pero lo enmascaró rápidamente con una expresión neutra.
-Veo que me has investigado -replicó, cruzando los brazos.
-¿Y por qué no habría de hacerlo? -respondió él, inclinando la cabeza-. Alguien aparece de pronto diciendo ser aprendiz del doctor Jáuregui. ¿Cómo saber si eres una santa o una farsante?
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