Capítulo 36
Araceli, con la inocencia de quien confía plenamente, extendió su pequeña mano hacia Esmeralda. Los deditos regordetes temblaron apenas, como hojas tiernas bajo una brisa suave. Esmeralda, con delicadeza casi maternal, posó sus dedos sobre la muñeca de la niña y cerró los ojos un instante, dejando que el pulso le hablara en susurros de vida.
-¿Cómo está, señorita Siete? -preguntó Teresa, su voz cargada de una preocupación que se enredaba en las arrugas de su frente.
Esmeralda alzó la mirada, serena pero firme, como un faro en medio de la tormenta.
-No es nada que deba alarmarnos aún, pero esta pequeña tiene el bazo y el estómago debilitados, le falta vigor en su esencia. Esos órganos son el cimiento de su crecimiento, la raíz de donde brotan la sangre y la energía. Si no los cuidamos, su salud podría resentirlo con el tiempo, y su desarrollo también.
Sandra, al escuchar aquello, sintió un nudo apretarle el pecho, temiendo que las miradas se volvieran hacia ella como flechas acusadoras. Sus labios se movieron casi por instinto.
-Todo lo que cocino es lo que a la niña le gusta, lo hago tal como dicen las recetas. Además, la señorita Araceli pasa por chequeos constantemente, nunca han dicho que tenga algo serio… -¿Y qué significa “serio” para ti? -interrumpió Teresa, con una calma que escondía un filo-. Si esto se convierte en enfermedad, lamentarlo será inútil.
Teresa guardaba en su corazón la certeza que Diego le había susurrado al oído: la identidad de Esmeralda, confirmada por el Legado de Hipócrates, no dejaba lugar a dudas. Era la discípula más brillante del Dr. Jáuregui, heredera de un arte que curaba con la precisión de un pincel maestro. Por eso, cada palabra que salía de su boca era un decreto en el que confiaban sin titubear.
-¿Qué debemos hacer entonces? -preguntó Isaac, su ceño fruncido como si tallara cada silaba en piedra.
-No hacen falta medicinas por ahora -respondió Esmeralda, su voz un hilo de agua clara-. Con una buena dieta podemos sanarla. Los platos que preparé hoy nutren el bazo y el estómago. Esto es lo que debería comer de ahora en adelante.
Sandra, inquieta, no pudo contener un murmullo que escapó como un roce torpe.
-Pero si la señorita Araceli es tan especial con la comida, estas cosas nunca le han gustado…
No alcanzó a terminar cuando Araceli, con la curiosidad de quien descubre un tesoro, tomó una cucharada del puré de ñame que descansaba frente a ella. Sus ojos se abrieron como luceros, brillando de asombro.
-¡Guau! ¡Es como helado, pero no pica de frío!
-¡Qué rico está! -añadió, aplaudiendo con las manitas, su alegría saltando como chispas.
Sandra se quedó muda, la mandíbula desencajada, atrapada en un estupor que no lograba descifrar.
-¿Cómo puede ser? -balbuceó-. ¡Si la señorita Araceli siempre ha despreciado estos sabores!
-Es asombroso, de verdad -murmuró, aún incrédula.
Esmeralda, mientras servía otra porción a la niña, sonrió con la calma de quien conoce los secretos del alma infantil.
-No es tan raro como parece. A veces, los niños rechazan algo por su textura o un mal recuerdo del sabor. Basta con presentarlo de otra forma, con un poco de ingenio. Cocinar para ellos no es solo esfuerzo, es un arte que pide imaginación.
En su mente, un eco amargo resonó. Recordó a Pablo, caprichoso y exigente, tirando platos al suelo cuando algo no le agradaba, sin importar cuánto ella se esmerara en complacerlo. Cada menú era una apuesta, cada rechazo un pequeño corte en su paciencia.
Miró a Araceli, que le dedicaba un pulgar en alto con una sonrisa radiante, y una punzada de nostalgia le atravesó el pecho. “Si tan solo la hija que cargué diez meses hubiera sido así de dulce“, pensó, mientras una lágrima traicionera se deslizaba por su mejilla.
-¡Tía, ¿por qué lloras?! – exclamó Araceli, alzando su manita regordeta para alcanzar el rostro de Esmeralda.
Ella parpadeó, arrancada de sus recuerdos, y respiró profundo para ahuyentar la melancolía.
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