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Capítulo 57
En aquellos días de graduación, Manuel apenas encontraba un instante para respirar entre tantas ocupaciones, perdido en un torbellino de responsabilidades que lo despojaban del sentido del tiempo. Cuando supo de la decisión de Esmeralda, la furia lo consumió hasta el punto de desplomarse; pasó dos días sumido en la inconsciencia en una cama de hospital antes de abrir los ojos nuevamente.
Esmeralda cargaba con el peso de esa culpa como si fuera una sombra adherida a sus pasos. Anhelaba visitar a Manuel, explicarse, pero la esposa de este, con feroz instinto protector, le negó el paso. Apenas pudo entreverlo desde la distancia, a través de una rendija, sin imaginar que aquel fugaz encuentro sería el último.
No era por falta de oportunidades para cruzarse de nuevo. Era que el rostro de Manuel se había convertido en un espejo que reflejaba su propia vergüenza. Había elegido entre el amor y sus sueños académicos; esa fue su sentencia, y ahora debía abrazar las consecuencias.
“Espera un momento.”
Esmeralda emergió de sus recuerdos como quien despierta de un sueño profundo. Algo en las palabras de las chicas la sacudió, y alzó la vista con un brillo de incertidumbre en los ojos.
-¿Dijeron que rechacé el posgrado de Manuel?
No se trataba de una conferencia transmitida en vivo ni de un malentendido pasajero. ¿Cómo podía ser un posgrado?
Las dos jóvenes se miraron, intercambiando una chispa de duda antes de responder.
-Sí, hace unos años no te inscribiste al posgrado con Manuel -dijo una de ellas, con voz titubeante. Nos contaron que el profesor estaba ilusionado, pero llegó el inicio de clases y tú nunca apareciste.
-¿Acaso hubo algún malentendido, Esmeralda? -preguntó la otra, con genuina curiosidad.
Un zumbido persistente llenó los oídos de Esmeralda, como si el mundo a su alrededor se desvaneciera en un eco distante. Apenas pudo despedirse con un murmullo cortés antes de encaminarse al auditorio, con el corazón latiendo desbocado.
Un año después de su boda, la quietud de la casa comenzó a asfixiarla. Determinada a reclamar su camino, se preparó en soledad para el examen de admisión al posgrado del Instituto Humanista San José. Ese año, Manuel había restringido los cupos a solo dos, elevando la exigencia a un nivel implacable. Ella se volcó en sus libros con disciplina feroz, segura de que su talento la llevaría al triunfo.
Pero cuando los resultados llegaron, su nombre estaba enterrado en una lista de mediocridad que no reconoció como suya. Valentín, con esa ternura que lo definía, regresó de la empresa cargando un pastel inmenso y se arrodilló ante ella. Con el pulgar, apartó las lágrimas que corrían por sus mejillas.
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-No te angusties, Esme -susurró con voz cálida-. Eres brillante. Esto solo fue un tropiezo, nada más.
Con su aliento, Esmeralda decidió intentarlo de nuevo al año siguiente. Pero entonces, la vida le tejió otro destino: quedó embarazada. Poco después, las señales de un aborto espontáneo la confinaron a una cama de hospital, y el sueño del posgrado se desvaneció entre las paredes blancas.
Con manos temblorosas, intentó recordar cómo buscar aquellos resultados olvidados. ¿Dónde estaban? Valentín había manejado todo: la inscripción, los pagos, las calificaciones. Hasta la hoja final la había impreso él. No tenía ni la cuenta ni la contraseña para desentrañar ese misterio.
Respiró hondo, plantada en medio de la calle, y marcó un número. Al otro lado, una voz familiar respondió con un tono cargado de sorpresa.
-¿Esmeralda…?
-¿David?
La emoción quebró su voz, haciéndola sonar más frágil de lo que pretendía. Ajustó el aliento y prosiguió.
-Soy yo.
Un breve silencio se coló en la línea antes de que la voz retomara, intrigada.
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