Capítulo 9
Las cortinas permanecían cerradas, envolviendo la habitación en una penumbra íntima, apenas rota por el resplandor ámbar de una lámpara de escritorio que custodiaba un rincón repleto de estanterías cargadas de libros. Sus lomos, desgastados por el tiempo, parecían susurrar historias olvidadas. Frente al escritorio, un hombre de rasgos afilados, con mechones rebeldes cayendo sobre su frente, permanecía inmóvil, su figura recortada contra la luz como una estatua tallada en piedra.
-Carajo…
-Lo lamento, me equivoqué de habitación -dijo Esmeralda, su voz apenas un murmullo, cargada de apuro.
-¡Lárgate!
La orden resonó seca, cortante, como un latigazo que atravesó el aire quieto. Esmeralda contuvo el aliento, el impulso de girar sobre sus talones y huir latiendo en su pecho. Pero la amenaza de Valentín acechando afuera la detuvo, anclándola al suelo. Inspiró profundo, dejando que sus ojos recorrieran al hombre: primero su rostro endurecido, luego, con cautela, las piernas inmóviles bajo el escritorio.
-El gran señor Santana, un dragón esquivo que todos temen… y resulta que no puede ni dar un paso -dijo, su tono teñido de una curiosidad punzante..
El ambiente se cargó de una electricidad tensa, casi audible. En un parpadeo, algo surcó el aire hacia ella; Esmeralda ladeó la cabeza justo a tiempo. Una pluma se incrustó en la madera de la puerta con un golpe sordo. Isaac la fulminó con la mirada, sus ojos encendidos como brasas, los dientes apretados en una mueca feroz.
-Si no quieres salir de aquí en una camilla, ¡lárgate ya!
Esmeralda relajó los hombros, una chispa de audacia brillando en su rostro. Una silla de ruedas no le parecía arma suficiente para intimidarla. Avanzó dos pasos, curvando los labios en una
sonrisa sutil.
-¿Qué te pasó en las piernas? ¿Ni siquiera mi maestro pudo hacer algo por ti?
Isaac entrecerró los ojos, su mirada se volvió un filo oscuro que la atravesó.
-Así que eres discípula del doctor Jáuregui.
Ella no respondió, solo se acercó más, atraída por el enigma de tocar aquella pierna inmóvil. Si su maestro había fallado, debía ser un caso excepcional.
-¡No toques!
Una mano firme se alzó, atrapando su muñeca con una fuerza que la hizo estremecerse. El contacto fue un relámpago, una corriente que recorrió su piel. Intentó zafarse, pero Isaac apretó más, su rostro pálido y rígido, perlado de sudor, como si librara una batalla interna.
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-¿Qué te pasa? -preguntó ella, la alarma tiñendo su voz.
Silencio. Esmeralda, ignorando el dolor que le subía por el brazo, extendió la mano libre y buscó su pulso. Al cabo de unos segundos, su respiración se detuvo. ¿Envenenamiento? Las toxinas reptaban por su cuerpo, obstruyendo venas y energía, atacando nervios hasta infligirle un tormento que lo consumía desde dentro.
La presión en su muñeca creció, y un destello de frustración cruzó sus ojos. Con un suspiro resignado, sacó un estuche de cuero y, con dedos ágiles como alas, extrajo una aguja plateada. La hundió con precisión en la nuca de Isaac. Su cuerpo, tenso como un arco a punto de romperse, se aflojó de golpe, como si el aire escapara de un globo perforado.
-Ay… mira cómo me dejaste -murmuró Esmeralda, frotando la muñeca amoratada mientras le lanzaba una mirada de reproche.
Sin perder tiempo, aplicó otra aguja. En minutos, Isaac parpadeó, atónito: el dolor que lo había aplastado se desvanecía como niebla al amanecer. ¿Cómo era posible? Sus ataques solían alargarse, inmunes a cualquier medicina, pero esta mujer había obrado un milagro. La debilidad lo envolvió entonces, una marea que lo arrastraba; respiró hondo para no sucumbir.
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