Capítulo 11
Valentín apenas había rozado el caldo con los labios, un gesto más de cortesía que de hambre, antes de apartar el tazón con un suspiro cansino y dirigirse a su habitación. El descanso lo llamó como un refugio, pero al abrir los ojos tras un sueño inquieto, un dolor punzante le atravesó el estómago, arrancándole un gruñido.
-¡Eugenia!
El eco de su voz retumbó en la casa. La ama de llaves dejó caer la bandeja que llevaba y corrió hacia él, con el rostro desencajado por la alarma.
-¡Ay, señor! ¿Qué le pasa?
Valentín, con una mano presionada contra el abdomen, respiró hondo para calmar el ardor que lo consumía.
-Tráeme mis pastillas para el estómago -ordenó, cada palabra teñida de esfuerzo.
-¿Dónde están?
-No sé.
La irritación crecía en su pecho como una marea. Esmeralda siempre había sido el eje silencioso que mantenía en orden esas minucias del hogar, y ahora su ausencia se sentía como un vacío imposible de llenar.
Eugenia giró sobre sus talones y comenzó a revolver cajones y estantes, hasta que dio con una caja vieja en un rincón del armario. Al abrirla, su expresión se nubló de desconcierto.
-Señor, aquí está la caja, pero… estos medicamentos no los reconozco.
-¿Cómo que no los reconoces?
-Mire, no tienen empaque, solo están en bolsas de papel kraft. ¿Los habrá preparado la señora? ¿Por qué no le llama para preguntarle?
Valentín apretó los labios, atrapado entre la frustración y un dejo de incredulidad. ¡Qué manera de complicarlo todo! Hasta los medicamentos llevaban el sello caótico de Esmeralda, como si ella hubiera querido gritarle al mundo que sin su presencia la casa se desmoronaría.
-Ve a la farmacia y compra algo para el estómago -dijo al fin, con voz cortante.
Eugenia asintió con un leve temblor.
-Voy de inmediato.
No tardó en regresar, trayendo consigo un vaso de agua tibia que le ofreció con manos nerviosas. Valentín tragó las pastillas, pero el alivio se hacía esperar; el dolor seguía royéndole las entrañas, testarudo e implacable. Antes, las medicinas de Esmeralda -fuera cual fuera su marca- lo sanaban casi al instante, como si ella conociera algún secreto que ahora se le escapaba.
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Justo cuando el malestar comenzaba a ceder, la puerta de su habitación se entreabrió con un chirrido. Pablo asomó la cabeza, con el rostro encendido y los ojos vidriosos.
-Papá…
-¿Qué pasa ahora?
Al acercarse, Valentín notó el calor que irradiaba su pequeño cuerpo. Tocó su frente y la fiebre le quemó los dedos.
-Es porque no tomaste tus medicinas. Ve con Eugenia y dile que te dé algo para la fiebre.
Pablo sorbió por la nariz, su mirada suplicante fija en su padre.
-Papá, ¿cuándo va a volver mamá?
-Ella ni siquiera se preocupa por tu fiebre. ¿Por qué sigues mencionándola?
Las lágrimas brotaron en los ojos de Pablo, resbalando por sus mejillas ardientes.
-Cuando mamá está aquí, siempre me curo rápido… ¿Será que ya no me quiere?
-No digas eso.
Valentín endureció el tono, aunque algo en su interior se ablandó.
-Te llevó nueve meses en su vientre. No te abandonaría así como así.
Si Esmeralda fuera capaz de algo así, no sería la mujer que él había conocido todos estos años. Con un gesto, indicó a Eugenia que atendiera al niño con el medicamento adecuado. Entonces, una chispa de idea iluminó su mente.
-Eugenia, préstame tu celular.
Con el teléfono en mano, marcó el número de Esmeralda. Al segundo timbre, su voz resonó al otro lado, tan familiar que por un instante lo desarmó.
-¿Hola?
Valentín apretó el aparato con fuerza, conteniendo el impulso de soltarle un reproche. En lugar de eso, lo acercó al oído de Pablo.
-¡Mamá!
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