Capítulo 12
El silencio se prolongó por dos segundos al otro lado de la línea.
Valentín sintió un cálido cosquilleo de satisfacción recorrerle el pecho. No había mucho que analizar; conocía a Esmeralda como la palma de su mano, y pronto, ella suavizaría ese tono altivo. Siempre que él alzaba la voz o dejaba entrever su enojo, ella terminaba cediendo, como una flor que se inclina ante el viento. Esta vez, estaba seguro, no sería la excepción.
Pero entonces, tras esa breve pausa, una risita suave, casi burlona, resonó en el auricular.
-¿Qué, tú también estás enfermo? -dijo ella con un dejo de sarcasmo-. Pues ve a buscar a tu Jazmín, a ver si ella te cuida.
-¿De qué carajo estás hablando…? -Valentín frunció el ceño, su réplica cargada de fastidio quedó a medias cuando una voz masculina irrumpió en la conversación.
-Tus manos están tan secas y ásperas, hasta me duelen de verlas…
Valentín contuvo el aliento, los músculos de su mandibula tensándose mientras procesaba las palabras, Iba a responder, a exigir una explicación, pero el sonido seco de la llamada cortada lo dejó en un silencio aturdidor. No había duda: era un hombre hablando con Esmeralda. ¿De sus manos? ¿Estarían tan cerca como para que él lo notara? ¿Acaso las estaba tocando? Una furia sorda le subió por la garganta. Maldita sea, ¿cómo se atrevía ella a estar con otro mientras él lidiaba con todo en casa?
Sin perder un instante, tomó su celular y marcó el número de su asistente.
-Averigua dónde está mi esposa. Ahora mismo -ordenó, la voz vibrante de urgencia.
-¡Señor Marin, qué bueno que llama! -respondió el asistente, ajeno al torbellino en la mente de Valentin-, Justo iba a contactarlo. Unos inversionistas llegaron hace un rato y quieren discutir un nuevo proyecto con usted.
Valentin se irguió de inmediato, el pulso acelerándosele por una razón distinta.
-¡¿Y por qué no me avisaste antes?! -espetó-. Ya voy para allá.
El misterio del hombre junto a Esmeralda seguía carcomiéndolo, pero su carrera era un altar al que no estaba dispuesto a renunciar. Por ahora, ella y su descaro tendrían que esperar.
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Las manos de Esmeralda, en efecto, estaban algo resecas, y Yeray las observaba con el ceño fruncido, como si fueran un lienzo imperfecto. Sacó del bolsillo un frasquito redondo, lo destapo con cuidado, y un delicado perfume a hierbas frescas se esparció en el aire, sutil pero embriagador
-Ten, ponte un poco de esto -dijo, ofreciéndoselo con un gesto casual.
Esmeralda guardó su celular en el bolso, tomó una pequeña porción de la crema y la extendió sobre su piel. En instantes, sus manos, antes ásperas, se transformaron: suaves, tersas y con
un brillo tenue que parecía reflejar la luz del día.
-Es una crema nueva que hice pensando en ti -comentó Yeray, mirándola con una chispa de orgullo-. ¿Qué te parece? ¿Funciona bien?
-¡Es una maravilla! -respondió ella, admirando sus manos con una sonrisa satisfecha.
-No solo suaviza, también aclara la piel. Si te gusta, puedo prepararte más.
Esmeralda asintió, complacida, y de pronto, como si una idea fugaz hubiera encendido su mirada, preguntó:
-Oye, Yeray, siempre has tenido un don para crear estas cosas con recetas antiguas. ¿Nunca has pensado en lanzar tu propia marca?
-¿Una marca? -Yeray abrió los ojos de par en par, y tras un segundo de asombro, soltó una risita nerviosa mientras negaba con la cabeza-. ¿Estás loca? Si mi maestro se entera, me despelleja vivo.
-Pues no le digas -replicó ella con un pestañeo travieso-. O mejor aún, ¿y si trabajamos juntos en esto?
Yeray le dio un golpecito suave en la frente, casi como un regaño fraternal.
-Mejor enfócate en seguir el legado de tu maestro. Eso es lo que importa. El dinero no nos hace falta.
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