Capítulo 129
Valentín cerró los ojos con lentitud, como si al hacerlo pudiera detener el torbellino que rugía en su interior.
-¿Y ahora qué importan la empresa o el trabajo? -se preguntó en un susurro roto-. Todo eso no es más que ceniza y reflejos vacíos.
Cada esfuerzo, cada madrugada en vela, había sido por ella, por construirle a Esmeralda un mundo donde nada le faltara. Pero ahora, con su ausencia, ese mundo se desmoronaba. ¿Para quién quedaba todo eso?
La nuez de Adán se le movió con dificultad al tragar, y con voz áspera, apenas audible, preguntó:
-¿Y la señora?
-Tras confirmar su identidad, el cuerpo fue incinerado -respondió el asistente-. Su padre decidió que el funeral será mañana.
-De acuerdo -asintió Valentín, dejando que el peso de esas palabras cayera sobre él. Luego, con un hilo de voz añadió-: Ella no tenía más familia ni amistades cercanas. Que mañana
asista parte del personal de la empresa, para que el lugar no se sienta tan… desolado.
El asistente inclinó la cabeza, incapaz de reprimir un suspiro que escapó como un lamento.
“La señora era un alma tan radiante en vida…“, pensó, “y ahora, ni siquiera hay quien venga a
decirle adiós.”
-Ah, señor Espinosa -dijo de pronto, como si un recuerdo lo hubiera golpeado-. Cuando tramité el certificado de defunción, revisé su patrimonio. No le queda nada.
Valentín abrió los ojos de golpe, la sorpresa atravesándole como un relámpago.
-¿Cómo que no le queda nada?
-Los negocios y la casa que usted le dio… los vendió todo -explicó el asistente, midiendo cada palabra-. Fue este mismo mes.
Valentín frunció el ceño, la incredulidad tensándole el rostro. ¿Cómo era posible? Apenas le había transferido esas propiedades, y ella las había soltado como si no valieran nada.
-¿Y dónde está el dinero?
-No hemos podido rastrear los fondos -respondió el asistente, bajando la voz-. En su cuenta personal no hay ni un peso.
-¿Será que antes de irse quiso dejar todo en orden y se lo dio a alguien? -sugirió con torpeza.
-Imposible -replicó Valentín con una certeza que cortó el aire-. No tenía amigos tan íntimos.
Si acaso, solo Estefanía. Pero Estefanía, con su fama y su fortuna, no necesitaba un centavo. Si
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Esmeralda le hubiera dado algo, ella lo habría mencionado, aunque fuera para echárselo en
cara.
-Tal vez lo donó -aventuró el asistente-. La señora siempre tuvo un corazón generoso para la
caridad.
-Y siempre lo hacía a mi nombre -murmuró él, mientras una punzada de dolor le atravesaba el pecho.
Incluso en su bondad, ella había querido que el mundo lo viera a él como el benefactor. Su devoción era un regalo que ahora se convertía en un eco cruel, resonando en su alma vacía.
-Sigue investigando -ordenó con firmeza-. Averigua a dónde fue ese dinero.
-De acuerdo.
-¿Y Pablo?
-El pequeño está con Varela -respondió el asistente-. Debe estar en su casa ahora.
Valentín guardó silencio un instante, dejando que el nombre de su hijo se asentara en su mente antes de preguntar:
—¿Sabe que su mamá… ya no está?
-Parece que no. Varela dice que es muy pequeño y que se lo explicará poco a poco.
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