Capítulo 145
A la primera luz del alba, Valentín emergió de un sueño inquieto, atrapado en una bruma de desconcierto. La boca reseca, herencia cruel de la resaca, lo asaltó con saña. Giró sobre las sábanas y extendió la mano hacia el vaso de agua en la mesita de noche, pero un relámpago de memoria lo detuvo en seco. Sus dedos temblaron en el aire, suspendidos, mientras la claridad irrumpía en su mente como un amanecer no deseado. Esmeralda llevaba días ausente, perdida en un vacío que él aún no lograba comprender.
Una tristeza honda y silenciosa lo envolvió, oprimiéndole el pecho hasta que el aire se volvió un lujo esquivo. Retiró la mano lentamente y se quedó inmóvil, con los ojos fijos en la nada, dejando que el dolor se asentara como un huésped indeseado.
Eugenia, que barría el pasillo con la delicadeza de quien teme romper el silencio, no esperaba verlo despierto tan temprano. Con un leve titubeo, se acercó.
-¿Señor, quiere que le prepare algo para desayunar?
-Hazme un poco de avena -respondió Valentín, masajeándose las sienes con dedos cansados. Con verduras, ¿sabes cómo hacerla?
-Claro que sí, señor. En un momento la tendrá lista.
Valentín asintió con un gesto breve y desvió la mirada hacia la puerta cerrada de la habitación infantil, un umbral que parecía guardar más que solo el sueño de su hijo.
-¿Y Pablo?
-Hace un rato pasé a verlo. Todavía duerme. Su cuarto está patas arriba, pero no quise limpiar para no despertarlo.
Valentín frunció el ceño, una línea profunda marcándose en su frente.
-Mañana llévalo al jardín de infantes. No puede quedarse aquí todo el día. Necesita que alguien lo guíe como es debido.
Eugenia dudó, sus manos retorciendo el trapo que llevaba.
-Pero, señor, con lo reciente que está la partida de la señora, ¿no cree que sea muy pronto para Pablo?
-Tarde o temprano tendrá que enfrentarlo.
-Es verdad -concedió Eugenia, aunque en su interior un suspiro se escapó, cargado de pena. Qué tragedia tan grande. La señora había sido un alma luminosa, y su ausencia repentina aún resonaba como un eco imposible de silenciar. Esta familia, que una vez fue un retrato de felicidad envidiable, ahora se desmoronaba en pedazos.
Poco después, Eugenia regresó con un tazón humeante de avena y unos platillos ligeros dispuestos con esmero.
-¿Qué es este sabor? -preguntó Valentín tras probar una cucharada. Dejó el cubierto sobre la
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mesa, su ceño fruncido revelando una molestia apenas contenida.
Eugenia, de pie junto a él, se retorció las manos, inquieta.
-¿Está mal el sabor, señor?
-¿Qué pusiste ahí?
-Espinacas, lirios, camarones y unas vieiras -respondió ella, desconcertada. Había perfeccionado esa receta durante años, y nunca un cliente se había quejado. A menos que…
-Señor -dijo con suavidad, tanteando el terreno-, ¿es que extraña el sabor que preparaba la
señora?
Valentín guardó silencio, sus ojos fijos en el tazón. El vapor ascendía en volutas delicadas, empañando su mirada.
-Ayer Pablo pidió ravioles pequeños -continuó Eugenia-. Le hice unos, pero no los tocó. Solo quiso los que la señora había dejado en el congelador.
Un nudo se formó en la garganta de Valentín. Tragó con esfuerzo antes de preguntar:
-¿Quedan más de esos ravioles?
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