Capítulo 147
Yeray la observó con el ceño fruncido, su mirada cargada de una mezcla de preocupación y resignación.
-¿Entonces vas a salir ahora mismo?
-Solo será en secreto. Quiero verlo aunque sea un momento y volveré pronto.
Manuel había sido mucho más que un simple profesor para ella. En aquellos días de escuela, cuando la soledad pesaba sobre sus hombros huérfanos, él la acogía con una bondad que trascendía las aulas. A menudo, la invitaba a su casa junto a otras compañeras, y entre risas y platos caseros, le ofrecía el calor de una familia que ella no tenía. Para Esmeralda, que aún no llegaba a los veinte, Manuel era un refugio sólido, un abuelo de corazón generoso que la envolvía en su cariño sin pedir nada a cambio. Ahora, saberlo postrado en un hospital por su culpa le retorcía las entrañas. Si no lo veía, si no comprobaba con sus propios ojos que aún respiraba, su conciencia la perseguiría como un eco implacable.
Yeray dudó, su instinto protector luchando contra la súplica en los ojos de Esmeralda. Al final, con un suspiro que delataba su derrota, cedió.
-Está bien, sé que no hay forma de detenerte. Cuando quieras ir, yo te llevo.
-Gracias, Hermano Yeray.
La inquietud por Manuel ardía en su pecho, y Esmeralda no estaba dispuesta a dejar pasar más tiempo. Tras el desayuno, al notar que Yeray no tenía ocupaciones urgentes, lo convenció con suaves insistencias para que la llevara en coche hasta el pueblo.
A las diez de la mañana, el hospital se alzaba ante ella, un edificio de líneas austeras y bullicio contenido. El área de hospitalización era un laberinto de pasos apresurados y murmullos, y Esmeralda sabía que Manuel, fiel a su naturaleza humilde, no estaría en una habitación VIP. Siempre había sido un hombre de gestos discretos; incluso cuando el proyecto del laboratorio se tambaleaba por falta de fondos, él sacaba dinero de su propio bolsillo sin alardear. Recordó cómo, en su primer año en el equipo, Manuel le había ofrecido un apoyo económico que ella asumió como parte del presupuesto general. Solo más tarde descubrió que era un regalo personal, una muestra más de su bondad silenciosa.
-Pregunté por ahí -dijo Yeray, sacándola de sus pensamientos-. Manuel está en la habitación 205. Mira desde la puerta y regresa rápido. Te espero en el coche.
-De acuerdo.
Esmeralda asintió, ajustándose la mascarilla y el sombrero para cubrir su rostro. Entró al ascensor con la cabeza gacha, dejando que el zumbido metálico llenara el silencio de su
espera.
Frente a la puerta de la habitación 205, se acercó con pasos cautelosos y espió a través del vidrio. Era una sala compartida, y Manuel ocupaba la cama más cercana a la entrada. El tiempo había tallado surcos profundos en su rostro; las sienes, ahora casi completamente
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Capítulo 147
blancas, enmarcaban unos ojos cansados pero aún vivos. A su lado, su hija le tendía un vaso de agua con una ternura que apretó el corazón de Esmeralda.
-Papá, si tanto la extrañas, habla de ella con nosotros. No te guardes todo eso.
Manuel dejó escapar un suspiro largo, como si el aire mismo cargara su dolor.
-Cada vez que lo pienso, siento que el pecho se me parte.
En la cama vecina, un hombre de unos cuarenta y cinco años, con el cabello salpicado de canas, giró la cabeza con curiosidad.
-Siempre te oigo mencionar a una chica… ¿Qué pasó? ¿Algo en la familia?
-Es mi estudiante -respondió Manuel, alzando una mano temblorosa para enjugar una lágrima con el dorso-. Tan joven y decidió quitarse la vida… Es algo que no logro entender.
El hombre abrió los ojos con asombro.
-¡Qué tragedia! ¿Qué la habrá llevado a hacer algo así?
La hija de Manuel, con un dejo de frustración en la voz, intervino.
-Si yo estuviera en su lugar, casada con alguien como ese hombre, tampoco habría querido seguir adelante.
El vecino, aún intrigado, se aventuró a preguntar.
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