Capítulo 18
Esmeralda alzó la mirada hacia Isaac, con un destello de incredulidad atravesándole el rostro.
-¿Entonces no es para curarte, sino solo para que te clave una aguja y te quite el dolor?
-No hay cura para mí.
Lo afirmó con una seguridad que rozaba lo cortante, y en Esmeralda despertó un leve cosquilleo de desafío. Sin mediar palabra, se acercó con pasos firmes, tomó la muñeca de Isaac entre sus dedos y buscó el pulso con la precisión de quien conoce los secretos del cuerpo. Luego, se inclinó con suavidad para examinarle la pierna, dejando que el silencio se llenara con el roce de su respiración. Pasaron unos minutos antes de que soltara su mano, un suspiro apagado escapándosele de los labios.
-Tienes razón -murmuró, la voz teñida de una sombra de derrota-. Jamás había visto un veneno como este… no sé cómo deshacerme de él.
Isaac apenas parpadeó, su calma tan sólida como una roca en medio de un río agitado.
-Cada mes me ataca un dolor de cabeza -explicó, sereno-. Solo necesito que me pongas una aguja para calmarlo.
-Aliviarlo con agujas perderá efecto con el tiempo -replicó ella, alzando la vista-. ¿No prefieres librarte del veneno de una vez? Si lo lográramos, tal vez podrías volver a caminar.
Isaac la observó en silencio. Allí estaba ella, medio inclinada frente a él, con los ojos encendidos por una mezcla de urgencia y esperanza que parecía danzar en sus pupilas. Por un instante, se perdió en esa mirada, hasta que una sonrisa torcida asomó en sus labios, cargada de amarga ironía.
-No me dejarán ponerme de pie.
Para que el tratamiento de Úrsula fuera más llevadero, la familia Santana dispuso un apartamento de lujo para Esmeralda a pocos pasos de la villa. Apenas superaba los ochenta metros cuadrados, pero cada rincón exudaba una calidez acogedora, con muebles de líneas suaves y tonos que invitaban al descanso. El primer día que cruzó el umbral, Hermano Yeray llegó con el ceño fruncido, inspeccionando tuberías y revisando lámparas como si temiera que todo fuera a desmoronarse.
-Hermana Esmeralda, ¿segura que no quieres que me quede contigo un rato?
-No hace falta, Hermano Yeray -respondió ella, sonriendo con gratitud-. Sé que tienes días fuera del Legado de Hipócrates, y seguro te mueres por volver a poner orden en casa.
Yeray arrugó la frente, dejando escapar un gruñido leve.
-Esos muchachitos no se están quietos. Si se les ocurre salir a curar por ahí y meten la pata,
vamos a tener un problema serio.
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-Ve y mantenlos a raya insistió ella, con un tono suave pero firme-. Si necesito algo, te aviso. Total, estamos a un paso.
-Está bien, Siete -cedió él, rascándose la nuca-. Pero cualquier cosa, nos llamas a tus hermanos mayores, ¿eh?
-Claro que sí, no te preocupes.
Cuando Yeray se marchó, Esmeralda contempló el espacio vacío, sus ojos posándose en la tarjeta bancaria que guardaba un millón de pesos. Con un impulso repentino, decidió salir al centro comercial en busca de lo esencial para hacer suyo aquel lugar.
El tercer piso del centro comercial era un paraíso de elegancia femenina, con vitrinas que exhibían prendas de alta gama. Al notar la camisa que llevaba dos días puesta, un leve rubor le calentó las mejillas. Era hora de renovarse. Apenas puso un pie en la tienda, las dependientas la rodearon con sonrisas radiantes.
-Señorita, ¿busca algo especial? -dijo una de ellas, señalando con entusiasmo-. Mire las novedades de esta temporada, ¡parecen diseñadas para usted!
Esmeralda giró la cabeza y sus ojos se prendaron de un vestido que colgaba con gracia frente a ella. Era de seda, un verde claro que evocaba prados en primavera, con delicadas flores bordadas que trepaban por la tira del hombro izquierdo. Fresco, encantador, irresistible.
-¿No creen que me quede bien? -preguntó, casi para sí misma, sin despegar la vista de la
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