Capítulo 96
Al detenerse frente a la puerta de la villa, Esmeralda percibió el aroma dulzón de un montón de rosas carmesíes, las favoritas de Jazmín, apiladas con esmero junto al umbral. Una punzada de memoria le arrugó la frente al evocarlas.
Cruzó el vestíbulo y notó que las pantuflas dispuestas en la entrada ya no eran las suyas, esas que con tanto cuidado había elegido tiempo atrás; en su lugar, había un par nuevo, impecable, ajeno.
Al intentar deslizar su dedo sobre el lector digital, una voz metálica irrumpió desde el interior:
-Huella digital no reconocida.
¿No reconocida? Esmeralda se quedó inmóvil, desconcertada, mientras procesaba el mensaje.
Por fortuna, el chirrido de la puerta al abrirse la sacó de su asombro. Eugenia, con el rostro teñido de curiosidad, la observó de pies a cabeza antes de preguntar:
-¿A quién busca?
Esmeralda entreabrió los labios, pero Eugenia, como si un relámpago de lucidez la hubiera atravesado, exclamó:
-¡Ah, usted debe ser la señora! El señor me avisó que hoy regresaría.
-Sí–respondió Esmeralda con un leve asentimiento, mientras el eco de ese título le raspaba el
alma.
Eugenia se apartó con premura, dibujando una sonrisa.
-La cerradura se descompuso hace poco y el señor la reemplazó. Aún no ha registrado su huella, así que pase, por favor.
Mientras parloteaba con entusiasmo, Eugenia no pudo evitar admirarla en silencio. La señora era un lienzo vivo: piel de porcelana, facciones finas como trazos de pincel. ¿Cuánto más hermosa que esa señorita Varela?
-Oh, señora, aún no se ha cambiado los zapatos, ¿verdad? No use esos, mire, le traje un par
nuevo.
Esmeralda advirtió que aquel par reluciente había pertenecido a la señorita Varela. Con una sonrisa apenas esbozada, asintió.
-Gracias.
-No hay de qué, no hay de qué. Puede llamarme Eugenia.
-De acuerdo.
Esmeralda se calzó las pantuflas y paseó la mirada por el lugar. La casa había mudado de piel: nuevos detalles en la decoración susurraban cambios que ella no había autorizado.
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Capitulo 96
-¿Eres tú quien suele cuidar de Pablo, Eugenia?
Eugenia esbozó una sonrisa torcida, algo incómoda.
-Al principio sí, pero Pablo… digamos que es un torbellino. El señor decidió traer a su abuela para que lo cuidara.
Esmeralda sintió un peso sordo en el pecho. Ese niño, ahora, seguramente era más que un simple travieso.
-Sigue con tus tareas, Eugenia. Voy a descansar un poco en mi habitación.
-Ah… sí, claro.
Eugenia asintió, aunque un brillo nervioso le bailaba en los ojos.
Esmeralda giró el pomo de su dormitorio y entró. El aire allí dentro parecía detenido en el tiempo: la decoración del dormitorio principal seguía intacta, un eco de días pasados. Hasta la ropa de cama, con sus pliegues familiares, permanecía como ella la había dejado.
Eugenia, que no se había marchado, aguardaba en el umbral. Al notar que Esmeralda posaba los ojos en la cama, se apresuró a explicar:
-El señor ha estado durmiendo en la habitación de invitados estos días. Me prohibió tocar nada aquí, por eso no he cambiado las sábanas.
–
-De acuerdo respondió Esmeralda con voz calma-. Por favor, cámbialas ahora, Eugenia.
-Claro, lo hago en un instante.
Eugenia entró, pero sus pasos titubearon. Lanzó una mirada fugaz a la mesita junto a la cama,
y Esmeralda, siguiendo esa pista silenciosa, lo descubrió: el juego de té que siempre
descansaba allí había desaparecido.
Con el ceño fruncido, se acercó.
-Eugenia, ¿qué pasó con mi juego de té? ¿Lo guardaste?
-Ah… sí, está guardado.
-¿Dónde?
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